Enrique Servín
Ida y vuelta: Una bitácora para los sueños
Pintar es agrandar el universo, pues cada cuadro es la inauguración de una ventana que da a otras dimensiones, o mejor dicho a mundos que los límites de su cuadrángulo inventan y ofrecen a las miradas. Abrir nuevas ventanas, nuevas puertas, sí, pero ¿hacia qué dirección?. La respuesta que cada pintor de a esta pregunta configurará, si no su estética, sí por lo menos su discurso visual, el carácter y el cuerpo de su producción como artista. Fermín Gutiérrez ha apostado, al buscar dicha respuesta, por una región misteriosa e incógnita de la libertad: el mundo de los sueños.
No hay localismo, ni historia, ni mensaje de salvación o de condena en los a veces subterráneos y a veces caleidoscópicos cuadros de este artista, porque en ellos todo sucede en tiempos y espacios que no son los de este mundo. Pintura consciente de su ubicación en una era posterior a las vanguardias y a los “ismos”, que por décadas obsesionaron a los intelectuales y creadores de la plástica, el arte de Fermín Gutiérrez, desciende de la obra de artistas marginales como Marc Chagall o, ya entre nosotros, Rafael Coronel, no se centra en la experimentación formal sino en la exploración de nuestros frecuentemente indescifrables mundos secretos.
En efecto, sus telas no pretenden levantar la cartografía ni el catálogo de nuestro planeta, misión agotada, o quizás imposible. En cambio, nos ofrecen misteriosas escenas de un teatro íntimo, fundado no en una interioridad estructurada racionalmente, o ni siquiera en el nivel de lo simbólico, sino nutrida con generosidad en el fresquísimo pozo de la imaginación y el ensueño. Imágenes repentinas, insólitas e inesperadas; como cuando, en alguna ocasión, al abrir una puerta en la casa de los abuelos nos topamos de pronto con el cuarto de los tiliches – de los muebles viejos, de las ropas antiguas, de los objetos ya incomprensibles – y en aquel espacio frágil y silencioso todo se amontona frente a nosotros, escondiéndose bajo la forma del caos terregoso y polvoriento que, en realidad, oculta un orden nuevo, e incluso un orden riguroso, pero fundado de una manera contradictoria e ilógica en una rotunda y desparpajada libertad: el orden del desorden.
Formado académicamente en el diseño y la arquitectura, Fermín renuncia de una manera bastante interesante a los rigores matemáticos de tales disciplinas. Los espacios físicos que aparecen en sus cuadros – salones, cuartos, galerías y torres – contradicen el cálculo, la estética y el sentido común; los corredores desembocan en el vacío, las puertas no llevan sino a sí mismas, la entera construcción parece consistir en un salón lleno de naipes que amenaza con venirse abajo, con desconstruirse para cambiar súbitamente de forma o de sentido.
Por otra parte, ¿de dónde proviene la diversa imaginería de este pintor nacido en los espacios llanos y áridos del norte de México? Es interesante hacer notar que la atmósfera de sus cuadros aunque generalmente onírica, está con frecuencia poblada de acentos religiosos o mejor dicho, míticos. Arcángeles, serpientes, Torres de la soberbia, Evas, Cámara Umbrís que parecen destinadas al culto. ¿Pero al culto de qué o de quién? Es evidente que no estamos frente a un mensaje cifrado, y mucho menos ante una ortodoxia intelectual; algunos de estos arcángeles bermejos y chisporroteantes, bajaron desde los cielos del Islam y todavía vienen envueltos por la luz del Profeta; otros, en cambio, parecen profundamente desencantados o escépticos. De pronto alguno de ellos llega vestido con el saco del diario, y hasta creeremos reconocernos en él.
Pero el mundo de los sueños, ya se sabe, anula la relación sujeto – objeto y borra las disyuntivas del este – o – aquel, del antes – o – después. En los sueños, para fortuna de los soñadores, yo soy tú pero tú no eres el mismo, así que abajo es arriba, y arriba es muchos lugares al mismo tiempo. Los sueños son el país en donde todas las combinaciones son posibles, en donde no es necesario entender lo que nosotros mismos decimos. Y por lo tanto, al enfrentarnos a estos sueños cristalizados que son los cuadros de Fermín, se abren libre y soberanamente ante nuestra mirada las nocturnas alas de los arcángeles, los picos acerados de los pájaros y los volúmenes hinchados de insólitos globos de aire caliente; los cuerpos nos invitan sin pretexto a sus nocturnas geografías y los espacios se entreveran, dialogando o anulándose. Todo entre vendavales de púrpuras y granizos de azules o amarillos eléctricos.
Ahora, después de dos temporadas de producción pictórica transcurridas entre el sur del Brasil y su Chihuahua natal, Fermín Gutiérrez nos ofrece, con la recolección titulada “Ida y Vuelta”, una espléndida bitácora de sus sueños, una generosa cosecha de imágenes que dan testimonio de su más reciente evolución como artista. Entre una serie y otra existen, por supuesto paralelismos y líneas de continuidad, pero igualmente divergencias e innovaciones: los colores se calman, la escena se complica; nuevas formas se suman a anteriores inventarios de personajes y quimeras; los trazos parecen destensarse y el todo avanza hacia una mayor capacidad de síntesis.
Espejismos. Apariciones. Escenas en las que angélicas serpientes se disfrazan impunemente de pisos ajedrezados. Bañistas que se preparan no para la danza sino para el vuelo imprevisto. Nubes sonoras que todo lo abarcan mientras murmuran sus vocales esfumadas, pero a veces también fulgurantes. Hombres que corren para recibir gustosos el relámpago, el rayo súbito de la imagen que los congela y los define. Y todo para que los espectadores puedan lograr aquel humano privilegio: soñar despiertos.