José Vicente Anaya
Desde las pinturas rupestres de Altamira o de Baja California Sur hasta después de la posmodernidad, los pintores siempre han hecho y harán lo mismo: transmitir sentimientos; sea o no el propósito del artista. A este principio no escapó el juego de colores anímicos de Kandinsky; ni los geometrismos computarizados de Vasarely. Pienso esto porque son, precisamente, los sentimientos los primeros que me asaltan al ver las pinturas de Fermín.
No pretendo destacar los argumentos técnicos sobre la pintura (para los artistas auténticos las técnicas son “pan comido”), simplemente pongo énfasis en los elementos visuales que mueven las fibras internas.
Es obvio que esos colores y texturas de Fermín, que a veces insinúan o son claros horizontes abiertos, vienen de una labor larga y esmerada que le ha arrancado sus secretos a los materiales pictóricos. Pero esos horizontes de tierra o cielo ponen al individuo al borde de sí mismo; y son, en parte, la herencia visual del paisaje chihuahuense (por eso tiene tantos ocres y azules). Estar al borde de uno mismo sugiere soledad y enfrentamiento, ese precioso estado de sabiduría individualista como la de los ángeles anacoretas o de los Budas. Y esa soledad se siente no sólo cuando hay un individuo solo en un cuadro de Fermín, sino aún cuando se ven grupos, como es el caso de los cinco toreros que parecen formar una sola persona, o se desdoblan, o son cinco solos con sus soledades… Tantas, y más, pueden ser las formas con que uno descubre emociones contemplando la obra de Fermín.