Sylvia Navarrete
En el caso de Fermín, afirmar que su experiencia creativa se alimenta de los recuerdos de la infancia no es un lugar común. Fermín nació en Chihuahua. Allí estudió simultáneamente arquitectura y escultura: con la segunda intentaba complementar las nociones de volumen, espacio, materia, luz y sombra, que se aplican en la primera. A fin de cuentas ganó la pintura, “casi accidentalmente”, observa él.
Convencido de la necesidad de un arte público, Fermín realizaba enardecidas pinturas callejeras e ideaba proyectos de murales. Desencantado, se sentó ante el caballete y elaboró paisajes semiabstractos en tonos azulados, con personajes levitando parecidos a los hombres compactos y planos del pintor y dibujante belga Jean-Michel Folon, muy en boga en la década de los setenta.
Esos son los primeros pasos de un estilo que en cuestión de pocos años se fue encontrando y consolidando. Aquellos paisajes desnudos e ilimitados que evocan los grandes espacios desprovistos de vegetación de su tierra natal, revelan una visión profundamente arraigada en la memoria de Fermín: “son los grandes mantos de Chihuahua, la intimidad, el contacto epidérmico en el horizonte del cielo y de la tierra, el cielo siempre abajo y pegado a la tierra”.
Los personajes a la manera de Folon se eclipsaron discretamente para dejar entrar en los lienzos a la mujer, siempre arquetípica, múltiple y única —aparece en frisos, desnuda—, silenciosa—nunca se le ve el rostro—y protectora.
Los cuadros se estructuran ahora alrededor de nuevas escenas nacidas también de recuerdos precisos: los toros, con la arquitectura fantástica de la plaza como escenario teatral, la arena, la mujer atenta, el torero muerto, la sangre carmesí; los gallos y la atmósfera sofocante, el griterío infernal del palenque donde se juega la vida y la muerte, la riqueza y la pobreza; loa ángeles y los crucificados de ese niño “hijo de abuela” que creció en el seno de los ritos litúrgicos, del olor del incienso, de los retablos de las iglesias visitadas a diario.
Las imágenes de Fermín, más que narrativas (quizás llegan a serlo demasiado) son atmosféricas. El color es uno de los protagonistas más notables de su lenguaje: rojos sangre –el amor, la muerte–, amarillos aterciopelados o sedosos –el oro, el fasto—, tersos azules nocturnos bordados de constelaciones, y su contraparte de gamas terrosas y arenosas, proyectan la pasión contenida de ese artista que disimula el fervor de sus anhelos tras una apariencia reservada.
Pintura Onírica y sensual, ora explosiva, ora meditabunda, de imágenes cuya linealidad y sencillez casi cinematográficas son desmentidas por todo un cuerpo de significados matizados, pintura de factura esmerada y de torpezas deliberadas, la obra de Fermín ofrece una alternativa inteligente a la corriente neomexicanista de estos últimos años.